Mientras vivo





¿Qué se hace mientras está uno vivo?

Yo, mientras vivo, escribo. Después viene lo demás, esas cosas que dan forma a nuestro “ser” humano, que no son exclusivas de una clase social y que se hacen en cualquier rincón del mundo sin importar el idioma, la ideología política o la religión: saborear nuestros platillos favoritos o los que el tiempo y el bolsillo nos permiten; darnos un baño y sentir en el cuerpo el golpeteo constante del agua caliente o fría; trabajar en lo que nos gusta o en lo que está disponible; hablar con los amigos de los irrelevantes “todo” y los importantísimos “nada”; descansar; dedicar tiempo al juego del amor; saludar al vecino o esquivarlo si es que nos desagrada; enviar tweets; extrañar a los ausentes y apapachar a los cercanos; escuchar música… En fin, hacer lo mismo que ustedes hacen a diario. Y no lo digo con menosprecio; por el contrario, son precisamente estas cotidianidades las que, con estruendoso sigilo, nos confirman que estamos vivos.

Y ahora, mientras estoy viva y escribo, me resulta imposible no pensar en Chester y en todos los Chester que no conozco porque viven en ciudades que tampoco conozco, pero que existen y alguien más sí los conoce porque son el tendero de la esquina al que le compran frituras o golosinas, el plomero que les arregla la fuga de agua en la cocina, el amigo de la primaria que hace años no ven, el compañero con quien comparten oficina en el trabajo o el impresor –como Chester- que les imprime sus facturas o sus tarjetas de presentación. A Chester lo conocí por aquel tiempo en que me dedicaba a las Artes Gráficas y solía llevar algunos trabajos de impresión a Max, jefe de Chester y propietario de un pequeño taller de offset en el centro de la ciudad de Toluca, en el Estado de México.

En ese lugar con el inconfundible y penetrante olor a tintas y solventes, vi a Chester por primera vez. Sin embargo, donde realmente descubrí su esencia fue en el taller de Roberto que, como Max, es impresor pero de serigrafía y también tiene su taller en Toluca, en el Estado de México. Pues cada viernes por la noche, Chester llegaba en punto de la hora al taller de Roberto. Siempre impecable, siempre sin una mancha o algún signo que delatara su trabajo como prensista, como responsable de “la grafo de aspas” con la que foliaba un sinfín de formatos que llegaban a sus manos antes de ser intercalados, engomados y empaquetados para entrega al cliente. Mientras vivía, Chester se reunía con Roberto y otros colegas para jugar a las cartas y sentirse un poquito más vivo de lo que mucha gente se siente de lunes a viernes. Su saludo al encontrarnos era efusivo, casi cariñoso, con una sonrisa bonachona que tengo tan grabada como su rostro desencajado del último encuentro que tuvimos, de cuando todavía estaba vivo. Por lo regular, la mirada de Chester era semejante a la Gepetto, el del cuento, y así la mantuvo hasta el día en que, como a otros 6.4 millones de mexicanos, le detectaron diabetes.

A veces uno aprende a utilizar el olvido como blindaje para evitar el daño, pero no en todos los casos funciona. Hoy, mientras la vida sigue su curso y yo continuo escribiendo, no logro sacar de mi cabeza el amarillento semblante del Señor X, esposo de la señora X, con la que conversé escasos minutos mientras hacíamos fila a las afueras de un teatro. Fue la Señora X quien, sin más, se volteó hacia mí y comenzó a platicar de lo duro que es llegar a cualquier sitio, por más cerca que se encuentre, cuando se tiene un compañero que difícilmente puede dar dos pasos sin perder el equilibrio, que requiere de una silla de ruedas (con la que no cuenta) para moverse, que se agota solo de suspirar. Por lo que dijo, supuse que ese día la Señora X se había dado una escapada para asistir al evento sin la compañía de su esposo, pero no fue así. Cuando prosiguió con la plática, me hizo ver que estaba equivocada al comentar que el Señor X se encontraba dentro del teatro en espera de que avanzara la gente y diera inicio la función.

Lamento no haber preguntado a la Señora X cuál era su nombre y el de su esposo que, como Chester, no tendrá más de 55 años y también padece diabetes. Sobra explicarlo, el gesto de la Señora X era de una tristeza anquilosada y de un fastidio mezclado con disgusto, que no dejaba  duda alguna de su sentir. La que vi, era una mujer envejecida por sobrellevar el mal humor, los achaques y las constantes quejas de un hombre que, a la mitad de su vida, se ha vuelto tan vulnerable e indefenso como un niño al que se debe vigilar, atender y comprender las 24 horas del día. Pero a pesar de todo, sus ojos de pena tenían una viveza por decir otoñal, no como los de Chester y el Señor X, que reflejaban la helada languidez del que se está muriendo, del que en invierno espera con pasmosa paciencia la llegada del 31 de diciembre o de la muerte. Eso fue lo que vi cuando me despedí de Chester en Toluca y eso fue lo que vi, ocho o nueve años adelante, cuando la Señora X me presentó a su esposo a la entrada del emblemático teatro José Peón Contreras, en la luminosa y festiva Mérida, capital de Yucatán.

Chester murió dos semanas después de nuestra despedida, que fue tan breve como todas las anteriores, como aquellas de viernes en el taller de Roberto o esas otras de miércoles en la imprenta de Max, con la única salvedad de saber, de tener la absoluta consciencia, de que esa sería la última vez que lo vería vivo. Me acuerdo que mientras lo observaba caminar, a paso lento y desganado rumbo a su casa, pensé en llevarlo a cualquier hospital para que lo atendieran, luego recordé que justo de ahí venía, de la consulta con el médico que le dio una nueva cita para dentro de quince días. Cita a la que nunca acudió porque dejó de existir.

¿Cómo fue posible que ese “doctor” no hubiera visto la finitud de la vida reflejada en las entristecidas pupilas de Chester que yo sí vi?, me preguntaba. Después comprendí que, quizás por esas mismas entristecidas pupilas, fue que lo mandó de regreso con los suyos, congruentemente con un país donde el gasto en atención y complicaciones derivadas de padecer diabetes es de 3, 430 millones de dólares al año[2]. Mis lágrimas por Chester fueron calladas, nunca las dejé salir. El único consuelo que tengo, aunque de nada sirve, es saber que en medio del desconcierto de aquel día, me aseguré que Roberto comprendiera la urgencia de visitar a su amigo. Lo que no hice o no recuerdo haber hecho, fue preguntar cómo se llamaba Chester.

Vivir y escribir son para mí como dos verbos hermanos. Al escribir estas líneas vienen a mi pensamiento dos entrañables amigos, dos profesores universitarios a quienes respeto y admiro, dos personas de esas que deberían tener la egoísta y descabellada obligación de existir, solo para satisfacer el corazón de uno. Ambos tienen diabetes, pero a diferencia de Chester y del Señor X, mis afectos son más jóvenes y cuentan con los medios para reparar sus cuerpos y, sobre todo, para mantener lúcidas sus mentes. Por lo que sé están bien, entienden que deben cuidarse y así lo hacen en la medida de sus posibilidades. Ellos pertenecen al 25 por ciento de los mexicanos enfermos de diabetes que llevan un adecuado control metabólico, que siguen vivos. Como verán, no les hablo de un tema que me sea extraño; de hecho, mis dos abuelos y sus familias, también sufrieron o debería decir que también sufrimos el dolor que acompaña ser diagnosticado con diabetes.

Voy a ser muy franca, sé que pude haber escrito otra clase de texto, empezando con algo parecido a esto: «La diabetes vinculada con la obesidad es un grave problema de salud pública en México, que afecta a millones de personas». Pero es muy probable que ustedes hubieran abandonado la lectura a la mitad, porque leer lo que ya sabemos nos cansa, sobre todo en una época en la que hemos sustituido  el inconmensurable placer de la lectura por el acto irreflexivo de mirar. Por eso preferí hablarles de lo que las encuestas gubernamentales, los artículos periodísticos y los estudios científicos no dicen porque no lo han visto. Me refiero al alarmante deambular de la diabetes por nuestras calles.

Nada de lo que les digo es ficción, sucedió y sucede. La Federación Mexicana de Diabetes afirma que son entre 6.5 y 10 millones de personas las que padecen esta enfermedad, más del 7 por ciento de la población. Fueron mis abuelos a los 70 años, fue Chester y es el Señor  X a los 55, son mis dos amigos universitarios y quién sabe cuántos más, menores de 45 años. Entretanto, la comida chatarra, los refrescos y los alimentos procesados, se venden tanto o más que antes el pan caliente, con la mortífera indulgencia del gobierno y de quienes los consumen. Y mientras comprendemos esta tragedia contemporánea, las empresas que los producen, distribuyen y venden, continúan construyendo un emporio económico -digno de los faraones egipcios- a costa de nuestro dinero, de nuestra vida y de nuestra muerte. Si piensan que exagero, les sugiero leer el artículo Estudio: México es el caso más “sombríoy terrible” del poder del “cartel de la chatarra” (6 de marzo de 2015).

Igual de sombrío y terrible fue ver que la vida de Chester se extinguía. Igual de sombrío y terrible es darme cuenta que no puedo hacer otra cosa más que escribir y, mientras lo hago, recordar este poema de Elizabeth Bishop:

El arte de perder se domina fácilmente;
tantas cosas parecen decididas a extraviarse
que su pérdida no es ningún desastre.

Pierde algo cada día. Acepta la angustia
de las llaves perdidas, de las horas derrochadas en vano.
El arte de perder se domina fácilmente.

Después entrénate en perder más lejos, en perder más rápido:
lugares y nombres, los sitios a los que pensabas viajar.
Ninguna de esas pérdidas ocasionará el desastre.

Perdí el reloj de mi madre. Y mira, se me fue
la última o la penúltima de mis tres casas amadas.
El arte de perder se domina fácilmente.

Perdí dos ciudades, dos hermosas ciudades. Y aún más:
algunos reinos que tenía, dos ríos, un continente.
Los extraño, pero no fue un desastre.
Incluso al perderte (la voz bromista, el gesto
que amo) no habré mentido. Es indudable
que el arte de perder se domina fácilmente,
así parezca (¡escríbelo!) un desastre.

Como el alpinista que en la cima de la montaña siente nostalgia por el ladrido de su perro al llegar a casa, así añoro los sencillos pero únicos momentos que construí entre papeles y pantones a lado de Max, Roberto y Chéster. Y así también, como Bishop, me entreno en el arte de perder, mientras vivo. Todavía no lo aprendo, tal vez por eso escribo.



* Fuente: Encuesta Nacional de Salud y Nutrición 2012

Comentarios

  1. Fabuloso hay que leerlo, lleva toda la carga de nuestra humana actualidad.

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  2. Gracias por la visita al blog Fredy, un abrazo.

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  3. Precioso! Gracias por compartirlo. Lo leeré varias veces.

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    1. Gracias atanercris Nube. Yo hago lo mismo, siempre es necesaria una relectura, un nuevo acercamiento, una nueva posibilidad reflexión. Hay que detenerse a mirar. Saludos!!

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    2. Gracias por la lectura Jesús, saludos.

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  4. Gracias por compartirlo, cada vez es mas difícil encontrar lo ameno consuetudinario bien escrito.

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  5. Saludos Iván, también cada vez es más difícil encontrar lectores que deseen detenerse a mirar, a realmente mirar un texto. Gracias.

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  6. Me has recordado lo malo y lo cruel que es estar distante de las letras que tanto uno ama y tan tranquilos ponen al corazón y el espíritu. Le mandaré a componer el resorte a esa vieja Olivetti y te seguiré leyendo. Mil Gracias.

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    1. Gracias a usted, me da gusto haber despertado su interés por la palabra escrita. Espero no sea la única visita a este espacio, que es nuestro, de todos.

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